viernes, 11 de noviembre de 2011

EL ENIGMA DEL FIN DE LOS TEMPLARIOS (III)

LAS ACUSACIONES

Pero esto no era suficiente. Felipe IV tenía los motivos, sus propios motivos, para acabar con la Orden del Temple, pero sabía que esas cuestiones, de carácter totalmente personal, no eran suficientes para ningún tribunal. Necesitaba una causa legal a partir de la cual conseguir que se abriera una investigación judicial.

No fue difícil conseguirla. En una fecha que se sitúa entre 1303 y 1305, un personaje llamado Esquieu de Floyran (aunque en las fuentes aparece citado también como Esquius de Floyrac, Squino de Florian o Sequin de Flexian) se presentó en la corte francesa afirmando que era conocedor de cierta información que comprometía a la Orden de los Caballeros Templarios, tras no haber sido creído por el rey Jaime II de Aragón. Según decía, durante su reclusión en la prisión de Agen, su compañero de celda, un antiguo templario condenado a muerte, procedió a confesarse ante él poco antes de ser ejecutado, lo cual era una práctica habitual entre los encarcelados, dado que se les privaba del derecho a hacerlo ante un sacerdote. En dicha confesión, el viejo templario le aseveró que durante su iniciación dentro de la orden había sido obligado a renegar de Cristo, escupiendo sobre la cruz, y que el resto de hermanos consideraba su Salvador a una cabeza barbuda a la que adoraban. Además afirmó que la homosexualidad estaba bien vista entre ellos, y que incluso se animaba a tener relaciones entre los miembros de la orden, siendo incluso preferida la sodomía al comercio con mujeres.

La maquinaria se puso en marcha. Como no se podía interrogar al viejo templario ya ejecutado, era necesario abrir una investigación para averiguar si todas esas acusaciones eran ciertas. Sin embargo, la historia ofrece muchas sombras alrededor de la figura de este Esquieu de Floyran. Como ya hemos apuntado, ni siquiera parece haber unanimidad acerca de cuál era su nombre exacto. En algunos documentos se dice que era un templario renegado; en otros, y es esta la hipótesis más extendida, se cuenta que se trataba de un prior de Montfauçon, en Toulouse, que fue condenado por apostasía y por apuñalar al comendador de Monte Carmelo. El hecho de que apareciera en la corte en el momento indicado, justo cuando Felipe IV buscaba esa justificación legal para encarcelar a los templarios, despierta bastantes interrogantes. Muchos apuntan incluso que todo este episodio fue de nuevo una trama bien urdida por Guillaume de Nogaret. Éste, sabedor de que Floyran iba a ser ejecutado y de que haría lo que fuera para librarse de ello, le ofreció una salida. Lo que tenía que hacer era muy sencillo. Primero sería encerrado junto a un templario a punto de ser condenado. No sabemos si esta persona, de la cual, por cierto, no se tiene dato alguno, se confesó ante él o si no, pero lo cierto es que si Floyran afirmaba que eso había pasado no le iba a extrañar a nadie, puesto que, como apuntamos antes, era algo muy común. En caso de haberlo hecho tampoco se conoce qué es lo que confesó, pero si el mismo Floyran afirmaba también que lo que le había dicho es lo que luego contó en la corte, la única forma de saber si no mentía era, como también hemos dicho, abrir una investigación, puesto que el supuesto templario ya estaba muerto. Nadie sospecharía tampoco que todo esto fuera una estratagema del rey francés, dado que Floyran había acudido a él en segunda instancia. Fue primero a ver a Jaime II porque, al proceder de Béziers, era súbdito suyo, y Nogaret debió pensar muy astutamente que no había manera de que el plan le saliera mal, puesto que si el rey aragonés creía las acusaciones, sería él mismo el que abriría la investigación, y si pensaba que era toda una sarta de mentiras, como así fue, entonces Floyran podía acudir a Felipe IV y que éste hiciera como si creyera todo sin sospechas de conspiración por parte de nadie.

Sin embargo, aún quedaba otro paso que dar. Al tener la Orden Templaria carácter religioso, se necesitaba el visto bueno del Sumo Pontífice para emprender acciones legales contra la misma. El primer encuentro entre Felipe IV y el papa fue en Pentecostés de 1307, donde el rey presentó las acusaciones que Floyran le había transmitido. Al respecto hemos de decir que Clemente V nunca estuvo convencido del todo de la veracidad de aquellas acusaciones, dado que la fuente original ya no podía ser consultada, pero su frágil personalidad le impedía dar un ‹‹no›› rotundo al monarca, y le instó, convencido de que no lo lograría, a encontrar pruebas más concluyentes. El tándem Felipe IV-Nogaret hizo muy bien su trabajo. A lo largo de dos años se llevó a cabo una incesante labor de búsqueda de testigos que respaldaran las palabras de Floyran, y que concluyó con los testimonios de ciertos templarios renegados, entre los que se encontraba Gerardo Lavernha, e incluso de un clérigo, Bernardo Pelet, que confirmaron las acusaciones.

Mientras tanto, el Santo Padre, aún convencido de la inocencia de los templarios, se reunió en Poitiers con el Gran Maestre de la orden, Jacques de Molay, el cual le convence de que redacte una bula exculpándoles de todos los rumores de acusación que, aunque todavía no eran oficiales, ya corrían de boca en boca entre los ciudadanos franceses.

El encuentro entre ambos llegó a oídos de Felipe IV, que sabía que tenía que actuar deprisa. Así, el 14 de septiembre de 1307 convoca una reunión en la abadía de Santa María de Pontoise a la que asistirían Gilles Aycelin, obispo de Narbona, que era a su vez canciller del reino, Guillaume Pâris, el Gran Inquisidor de Francia y confesor del rey, y Guillaume de Nogaret, para expresarles su deseo de apresar y juzgar a los templarios. Pâris y Nogaret manifestaron su conformidad con el deseo del rey, pero Aycelin se niega en rotundo, y dimite antes de tener que formar parte de todo aquello. El propio Nogaret ocupará su puesto a partir de ahora.

Ese mismo día, Felipe IV envía dos sobres a todas las autoridades y senescales del país. En el primero de ellos se daban instrucciones precisas de no abrir el segundo hasta el amanecer de un día concreto del mes, el 13, y de obedecer lo que en éste se dispusiera.

Así, el viernes 13 de octubre de 1307 (de ahí la famosa superstición del viernes 13) las autoridades reales, tras abrir la susodicha misiva, se encontraron con la exposición de los diversos cargos vertidos contra los templarios, esto es, los de herejía, idolatría y sodomía:

[…]

“Cuando recibían a alguien en la Orden, o a veces después, o tan pronto como se presentaba una ocasión propicia para la acogida, negaban a Cristo, a veces a Cristo crucificado, a veces a Jesús y a veces a Dios, y a veces a la Virgen María, y a veces a todos los santos de Dios…”. Además, en el documento se aseguraba que los templarios escupían en las ceremonias de ingreso sobre la cruz y decía que El Crucificado no era “el verdadero Dios”, sino que se trataba de un “falso profeta” y que murió no por redimir los pecados de nadie, sino por sus propias faltas. El texto acusaba incluso a los caballeros de “pisotear” u “orinar” sobre la cruz.

“No creían en los sacramentos del Altar”, proseguía, ni tampoco en los otros sacramentos de la Iglesia. Por el contrario, los monjes mostraban su predilección por adorar “a cierto gato, el cual a veces se les aparecía en la asamblea”. La Iglesia quedaba desautorizada, hasta el punto de que pensaba que el Gran Maestre “les podía absolver de sus pecados”. En lugar de adorar a Jesús crucificado, preferían hacerlo a ídolos en forma de cabeza, en especial “en sus grandes capítulos y asambleas”. Los veneraban “como Dios” y “como sus salvadores” y les atribuían toda suerte de poderes.

[…]

“En la recepción de hermanos a dicha Orden a veces el receptor y a veces el que le recibía se besaban en la boca, en el ombligo o en el estómago desnudo y en las nalgas o en la base de la espina dorsal (…) a veces en el pene.”

[…]

“Decían a los hermanos a los que se recibía que podían tener relaciones carnales entre ellos, (…) que les era lícito hacer esto, (…) que debían hacerlo y someterse a ello mutuamente, (…) que no era pecado hacerlo”.

(Fernández Urresti, 2007a:25)

Se ordenaba, por último, arrestar a todos los caballeros templarios afincados en Francia. Felipe IV, asimismo, procedió a apropiarse de los restos de los tesoros templarios, guardados en su encomienda de París, además del resto de sus bienes personales. Sin duda el monarca pretendía también quedarse el famoso “Tesoro templario” del que todo el mundo hablaba, pero, y es este uno de los grandes misterios de la Orden, nunca llegó a ser descubierto.

En total, fueron apresados unos 138 templarios en París, y casi mil en el resto del país, los cuales permanecerían incomunicados hasta que comenzaran, ya en octubre, los pertinentes interrogatorios, que estarían supervisados por el ya citado Guillaume Pâris, y con los que se pretendía, además de averiguar dónde se encontraba el susodicho tesoro, obtener las confesiones y confirmaciones de las acusaciones. Si se negaban a responder, serían sometidos a crueles torturas.

Sorprendentemente, Geoffroy de Charney, preceptor de la Orden en Normandía, confiesa, poco después de ser arrestado, ser culpable de los cargos. Y de igual forma actúa, el 24 de octubre, el Gran Maestre, Jacques de Molay, sin duda alguna al haber llegado al límite de sufrimiento durante las torturas en aquellos oscuros calabozos. Como ellos, exactamente durante los siguientes treinta días, llegaron a confesar 134 de los 138 que fueron apresados. Sin embargo, el propio De Molay, ya sin la figura intimidatoria de los verdugos, se retractaría más tarde, no siendo esta la única vez que llevaría a cabo una táctica similar, quizás para desconcertar a los inquisidores y que éstos no tuvieran otro remedio que poner fin al proceso.

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