lunes, 23 de enero de 2012

EL ENIGMA DEL FIN DE LOS TEMPLARIOS (VI). EL FIN Y LA MALDICIÓN DE JACQUES DE MOLAY

EL FIN DE LOS TEMPLARIOS

Durante el siguiente año, hasta agosto de 1309, que es cuando comienza a reunirse la comisión papal para estudiar el caso, prosiguieron los interrogatorios acompañados de torturas inhumanas. La mayoría de los templarios que ya habían confesado su culpabilidad en 1307 seguían manteniendo su testimonio. Y es que, si en un principio había existido cierto remordimiento por reconocer lo irreconocible, ahora, tras muchísimo tiempo soportando un fuerte desgaste físico y psicológico, lo único que querían era salvar su vida.

A pesar de ello hubo muchos que alzaron la voz. El hecho de tener que declarar ya lejos de los calabozos en los que habían sido torturados les llenó de fuerza. En febrero de 1310, hasta 600 de esos templarios apresados se retractaron de sus primeras declaraciones. Lo cierto es que ya no les sirvió de mucho. Para frenar esto, el rey siguió moviendo hilos, y consiguió que poco tiempo después, entre el 12 y el 14 de mayo de ese año (los documentos difieren en la fecha exacta), el sínodo provincial de Sens, presidido por el arzobispo Felipe de Marigny, de nuevo uno de los hombres de confianza de Felipe IV, condenara a la hoguera como herejes relapsos a 54 de estos templarios. Esa era la pena para los que se desdijesen en sus confesiones, mientras que los que siguieran manifestando su culpabilidad, “simplemente” serían encarcelados de por vida. De ese modo se conseguía otra medida de presión para que los templarios no se atrevieran a retractarse de sus declaraciones, entre ellas las de la adoración al Baphomet de las que ya hemos hablado. La resolución de esta medida fue ejecutada tan sólo un día después. Fue la primera de tantas otras quemas de templarios que vendrían más tarde, y ante las que Clemente V no quiso alzar la voz.

La comisión papal prosiguió con su trabajo de investigación a través de interrogatorios, que se alargaron hasta las 160 sesiones, concluyendo en octubre de 1311, momento en el cual el papa inaugura el Concilio de Vienne, que tenía como objetivo determinar de forma definitiva la inocencia o la culpabilidad de los Caballeros Templarios. Desde un primer momento parecía que el veredicto era claro. Y es que el Felipe IV también alargó sus garras hasta este punto, y consiguió que Guillaume Durand, obispo de Mende, que gozaba de la total confianza del monarca, expusiese de forma clara los motivos por los cuales los templarios debían ser condenados, ante la incredulidad del grupo eclesiástico que componían los asistentes. Éstos mismos exigieron las actas con los interrogatorios realizados por la comisión papal para corroborar las afirmaciones expuestas por Durand, pero hasta tal punto El Hermoso lo tenía todo preparado, que éstas habían sido previamente comprobadas, eliminándose las partes que no beneficiaban a los intereses del rey, y entregando tan sólo lo concerniente a los testimonios de templarios que confesaron ser culpables de los cargos. Los obispos lo tenían claro: había quedado demostrada la culpabilidad de la Orden del Temple.

De este modo, tras unos meses durante los cuales el proceso se alargó más de lo debido, merced al deseo infructuoso de un elevado número de templarios, hasta 2000, de declarar la inocencia de la Orden, y por lo cual Felipe IV tuvo que presionar de nuevo a Clemente V para agilizar el veredicto final, incluso entrando con un ejército en Vienne, el papa redactó el día 22 de marzo de 1312 la bula Vox in excelso audita est, que sería leída públicamente el 3 de abril. En la misma, se declaraba culpables a los templarios de haber saqueado el Templo de Salomón, de adorar al dios Baal y de practicar la idolatría, entre otros cargos. Finalmente, Clemente V dejaba claro que no se trataba de una condena, sino de la disolución oficial de la Orden, vigente desde hacía doscientos años.


LA MALDICIÓN DE JACQUES DE MOLAY

Dos años más tarde, el 18 de marzo de 1314, los grandes mandatarios de la antigua Orden fueron condenados públicamente a cadena perpetua en la catedral de Notre Dame, tras haberse proclamado culpables años atrás. Entre ellos se encontraba un viejo y débil Jacques de Molay, último Gran Maestre, que nunca pudo imaginar un final semejante para él y sus hermanos. Sin embargo, en un último arrebato de fuerzas, y quizás arrepentido por su cobardía durante ciertos momentos del proceso, proclama su inocencia, así como la de todos los templarios, ante el pueblo de París, siendo secundado por Geoffroy de Charney.

De este modo, la condena quedaba modificada, y ambos pasaban a ser herejes relapsos, por lo cual su destino debía ser la hoguera, según esa última medida impuesta de la que ya hemos hablado. Felipe IV no se anduvo con rodeos, y ordenó que esa misma tarde fuese dispuesta una con menos madera de lo normal, para que el sufrimiento fuera aún mayor, junto a la catedral, en la antigua isla del Sena, que también era conocida como la Isla de los Judíos.

Lo más normal habría sido que los condenados hubieran sido conducidos hasta la hoguera atados y amordazados. Sin embargo, la leyenda cuenta que Jacques de Molay, antes de morir consumido entre las llamas, se dirigió hacia los dos grandes culpables de este final tan horrendo de la Orden del Temple, emplazándoles ante el tribunal de Dios a lo largo de ese mismo año.


Dios bien sabe que nos has conducido al umbral de la muerte con una gran injusticia. Muy pronto, dentro de este año, vendrá una inmensa calamidad sobre todos aquellos que nos han condenado sin respetar la justicia verdadera. Dios vengará nuestra muerte. Con esta seguridad y bajo el amparo de la Providencia muero yo.

(Masiá Vericat, 2004:169)


No hay ningún documento escrito que verifique este hecho, ni forma alguna de saber si ocurrió así. Lo único cierto es que el día 20 de abril de 1314, Clemente V murió repentinamente, entre sudores y sufrimientos, y que unos meses más tarde, en noviembre, Felipe IV no lograría recuperarse de las heridas tras un accidente de caza al caer de su caballo. La tumba del papa fue abierta, y sus restos quemados por los calvinistas en 1577. Todos los hijos del monarca murieron sin descendencia masculina, poniendo así fin a su dinastía. ¿Fue una simple y macabra casualidad o realmente se había cumplido la maldición de Jacques de Molay?


viernes, 13 de enero de 2012

PRAGMATISMO Y FUNCIONALIDAD

"Tienes dos formas de hacer el trabajo: la mía o la puta calle."



Más alto sí, pero más claro imposible.

lunes, 9 de enero de 2012

"USTED CONOCE MIS MÉTODOS, RITCHIE"


"Es uno de aquellos casos en los que quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción."
Conan Doyle, La aventura del jorobado

Mi maldita tendencia al prejuicio me la estaba jugando otra vez más. Allá por 2009, soltaba rayos y truenos por mi boca al ver continuamente promocionada la película “Sherlock Holmes” dirigida por Guy Ritchie. ¿Convertir al fabuloso personaje de Sir Arthur Conan Doyle en un guerrero saltimbanqui a la altura de lo que hicieron con Van Helsing, por ejemplo, hacía unos años? No, por favor. En absoluto. No podían cometer tal sacrilegio.
Más o menos un año después, me decidí a verla. En parte para comprobar sí, efectivamente y tal como me habían dicho, era una película divertida y entretenida; en parte para poder emitir un juicio valorativo por mi propia cuenta. Porque no es malo criticar negativamente, pero sí hacerlo cuando no sabes qué es lo que estás criticando.
Una vez hubo terminado el film, me di cuenta de que no podía haber estado más equivocado en un primer momento. Evidentemente los personajes que Ritchie muestra en su película no son una representación estrictamente fiel de los originales de Conan Doyle, pero igual de cierto es que esa diferencia no es tan grande como en un primer momento puede pensarse. Los amantes de los relatos originales opinan seguro igual que yo. Y es que la esencia de los personajes clásicos, de las relaciones entre ellos, se mantiene. Tanto esta primera película, como su secuela, recientemente estrenada, reflejan muy bien esa personalidad extravagante tan particular de Holmes. El detective es desordenado, prácticamente siempre está encerrado en su casa de Baker Street, con la atención siempre puesta en la resolución de algún caso, recordando otros pasados y solucionados con éxito o realizando experimentos químicos. A Holmes le cuesta relacionarse con la gente porque sólo vive por y para sus casos, por y para los verdaderos retos, no para la vida cotidiana y monótona. Es un buen boxeador y luchador cuerpo a cuerpo. Está en plena forma. Se disfraza muy bien y muchas veces desaparece durante algún tiempo sin que nadie sepa dónde está.
Por su parte, el profesor Watson es su único y verdadero amigo. Su vida, sin embargo, sigue un camino diferente. Él sí evoluciona: se casa y abandona el domicilio en Baker Street, con lo cual se aparta un poco de Holmes. A pesar de ello, en el fondo ansía seguir viviendo “aventuras” con él. Éste, por su parte, también prefiere estar acompañado por su amigo en sus investigaciones, y por eso siempre se lo pide. Además, intenta “adiestrarlo” en su forma de sacar conclusiones. De ahí la famosa frase: “Usted conoce mis métodos, Watson.”
Todo lo que acabo de enumerar son rasgos que aparecen en los relatos originales de Conan Doyle. Todo ello, del mismo modo, se ve reflejado en las dos películas de Guy Ritchie. Algunos elementos un tanto exagerados, sí, pero, como apuntaba antes, la esencia se mantiene. Todo el universo holmesiano, en general, está muy bien reflejado, destacando sobre todo, en mi opinión, la plasmación de la personalidad excéntrica de Holmes. Es más, creo que una de las particularidades del montaje de las películas de Ritchie, esas sucesiones de planos cortos tanto ralentizados como acelerados, son perfectas para reflejar los procesos deductivos –o inductivos, aunque ese sería otro tema– que el detective lleva a cabo a partir de la observación de los detalles que tan recurrentes son en los relatos.
Guy Ritchie ha sabido manejar muy bien lo que le fue puesto en las manos. Como en la mayoría de sus películas, por otra parte. Porque no sólo ha hecho una muy buena adaptación, sino que también logra que los que no conocían el Canon holmesiano lo pasen bien con unas tramas entretenidas y bien construidas, aunque no reparen en que tras lo más comercial hay un profundo respeto por lo clásico y original. Porque ha logrado convencer con creces a un amante del Holmes literario que partía desde el más puro escepticismo hasta justo antes de ver la primera de estas adaptaciones al cine. Es como si el propio Conan Doyle, atravesando la barrera del tiempo, esa que tan sólo la literatura, la radio y la imaginación pueden esquivar con total libertad, se hubiera dirigido al director inglés tomando el papel de su detective: “Usted conoce mis métodos, Ritchie. Aplíquelos.”

jueves, 5 de enero de 2012

EL ENIGMA DEL FIN DE LOS TEMPLARIOS (V). EL ACTA DE CHINON

EL ACTA DE CHINON

A pesar de que en la orden de arresto de ese 13 de octubre de 1307 se exponía claramente que se contaba con la aprobación de Clemente V, esto no era ni mucho menos así. Sin embargo, el Santo Padre tardó cierto tiempo en actuar. Su cabeza debía ser un cúmulo de dudas e interrogantes a punto de estallar. Por un lado, no podía permitir que un rey ordenara la apertura de un proceso judicial contra los templarios, porque, como ya apuntábamos, carecía de potestad para ello, pero por otro, ¿cómo ir en contra de los intereses de la persona a la cual le debía su puesto? Tras meditarlo insistentemente, se decide a escribir a Felipe IV a finales de octubre mostrándole sus dudas, sobre todo porque parece que ha pasado por alto la autoridad de la Iglesia, pero también por utilizar la tortura durante los interrogatorios, algo con la que la misma no estaba de acuerdo en absoluto. Sin embargo, es necesario apuntar que estas palabras no reflejaban un tono recriminatorio por ninguna parte. Al contrario de ello, el papa volvía a demostrar su debilidad a lo largo de aquellas líneas, utilizando casi un estilo suplicante.

El rey, que conoce a la perfección cuál es la forma con la que manejar a Clemente V, es contundente en su respuesta: si no le apoyaba a él, lo hacía a los templarios, los cuales acababan de ser acusados de renegar de Cristo, entre otras cosas. Esto es, estaba defendiendo a un puñado de sucios herejes. ¿De verdad quería que el pueblo supiera esto? El papa reacciona redactando, ya el 22 de noviembre, la bula Pastorales praeeminentiae, en la cual ordena a los reyes cristianos, los cuales habían hecho caso omiso a la petición de Felipe IV de que hicieran lo mismo que él, el arresto de los templarios que quedaban fuera de Francia.

Sin embargo, los meses van pasando, y el papa, que se siente culpable y que aún cree en la inocencia de la Orden, decide actuar con más fuerza que nunca. En febrero de 1308 recurrió el proceso judicial ya en marcha desde el octubre anterior, y en julio se convierte en el juez del caso, relegando del cargo a Guillaume de Pâris.

Una vez como máximo responsable del proceso, ordenó, en agosto del mismo año, que los principales dirigentes templarios, Jacques de Molay, Hugues de Pérraud, preceptor en Francia de los Templarios; Geoffroy de Charney, el comendador de Normandía; Raymbaud de Caron, preceptor de sus encomiendas en Ultramar; y Geoffroy de Gonneville, preceptor de Aquitania y Poitou, fueran trasladados de la prisión de París a la de Poitiers, aunque en realidad se trataba de una tapadera, para poder interrogarlos a medio camino, en el castillo de Chinon, lejos de las miradas de Felipe IV y de sus lacayos, Nogaret y Pâris.

De todos modos, por miedo a ser descubierto, no se desplazó para hacer los interrogatorios él mismo, sino que envió en su lugar a su sobrino Berenguer Frédol, cardenal sacerdote del título de los Santos Nereo y Achilleo, al cardenal sacerdote de San Ciriaco in therminis Étienne de Suisy, y al cardenal diácono de San Angelo, Landolfo Bracacci. Como notarios apostólicos actuaron Robert de Condet, Humberto Vercellani y Nicolo Nicolai, entre otros.

Las actas de Chinon recogen, por tanto, estos interrogatorios, en los que se afirma que los acusados admitieron los cargos, pero que quedaban absueltos, “restaurando su unidad con la Iglesia y restableciéndoles en la comunión de los fieles y en los sacramentos de la Iglesia”. El 17 de agosto fueron puestos en libertad Caron y Charny, el 19 Pérraud y el 20 De Molay.

Pero mientras tanto, en París, Nogaret seguía con su trabajo sucio. En su última conversación con el papa, Felipe IV había abierto un posible frente para terminar de asegurarse su favor, esto es, atacar a su imagen pública. Si bien Clemente V había actuado redactando la citada bula Pastorales praeeminentiae contra los templarios a partir de las amenazas del rey de acusarlo como defensor de los herejes, éste sabía que el Santo Pontífice aún albergaba dudas, y ordenó a Nogaret que se dispusiese a cumplir la amenaza. El lacayo del rey comenzó a difundir ciertos escritos en los que se difamaba la figura del papa. Esto, añadido al hecho de que el rey congregó en Tours a los Estados Generales, que eran una especie de Parlamento del reino, convenciéndoles de que tenían que emprender acciones legales contra los Caballeros del Temple, fue demasiado para Clemente V. Ahora no sólo era el rey, sino también el pueblo, el que estaba empezando a echársele encima. El papa no tuvo otra opción que archivar para siempre los interrogatorios y las exculpaciones de las actas de Chinon, y aceptar de forma definitiva, esta vez sí, el hecho de tener que emprender un juicio legal, ya dirigido por las autoridades papales, como así debió ser desde un principio, contra los templarios. Todo ello aún albergando dudas acerca de su culpabilidad.