sábado, 8 de octubre de 2011

EL ENIGMA DEL FIN DE LOS TEMPLARIOS (I)

El 25 de octubre de 2007, la Sala Vecchia del Sínodo del Palacio del Vaticano, cerca del famoso Archivo Secreto, albergaba la expectación de más de cien periodistas de distintas nacionalidades, congregados allí de manera oficial. En el acto, Monseñor Sergio Pagano anuncia el término de los trabajos de desclasificación y traducción de las Actas de Chinon, que hasta el momento no habían salido a la luz, y en las cuales el Papa Clemente V absolvía a los caballeros templarios de todas las acusaciones que habían sido vertidas contra ellos, pero que finalmente les llevaron a la hoguera.

Las verdaderas causas que propiciaron el llamado Processus contra Templarios son aún un verdadero misterio. ¿Cómo se desarrolló dicho proceso hasta su resolución, casi siete años después? ¿Por qué las citadas Actas de Chinon nunca fueron tomadas en cuenta durante el mismo? ¿Adoraban realmente los templarios a un ídolo conocido como Baphomet?

DE REYES Y LACAYOS

Felipe IV de Francia, apodado ‘El Hermoso’, accedió al trono en 1285, cuando aún la última de las ocho Cruzadas daba sus coletazos finales. En algunos casos se le describe como un rey piadoso, pero las versionas más extendidas hablan de un hombre aficionado a la caza, con afán de grandeza, y prueba de ello es el hecho de que sus políticas contribuyeron a afianzar y centralizar el poder en la Corona, además de rendir un incesante culto a su linaje.

Cuando Felipe IV fue coronado rey, el estado financiero de la Corona Francesa, debido a los numerosos fracasos en la misión de recuperar Tierra Santa, era precario, y por tanto, desde el principio se tornó en objetivo fundamental el conseguir que esa situación cesara. Una de las primeras medidas que el monarca llevó a cabo en este sentido, concretamente en 1303, fue la de aumentar los impuestos del clero, algo a lo que se negó el papa en esos momentos, Bonifacio VIII. El rey francés, con el objetivo de acercar posturas con el Santo Padre, envió entonces una embajada a Roma presidida por su hombre de mayor confianza, Guillaume de Nogaret, que además iba a ser protagonista en el desarrollo de los hechos que fueron aconteciendo en fechas posteriores. Inteligente y astuto, según se le suele describir, este Nogaret, que llegó a ser profesor de Leyes en la Universidad de Montpellier, comenzó a ocupar cargos de cierta relevancia en varias ciudades francesas, concluyendo su efervescente ascenso en la Corte, donde, como decimos, se convirtió en uno de los consejeros más importantes del rey. Sin embargo, la presencia de Nogaret no fue suficiente para que Bonifacio VIII cambiara de opinión, y éste ni siquiera recibió a los hombres de Felipe IV.

El enfado del rey se elevó hasta tal punto que convocó en el palacio del Louvre a todos aquellos que ostentaban cargos importantes dentro del clero para leerles un manifiesto repleto de falsas acusaciones hacia el papa, tales como herejía, simonía o sodomía. Bonifacio VIII respondió con la excomunión de Felipe IV, y éste, a su vez, mandando una tropa liderada por Nogaret que trasladó al papa apresado hasta París para ser juzgado en un concilio que ya había sido preparado para que el juicio final no fuera otro que el de la condena a muerte, en lo que se conoce como “el atentado de Anagni”. Sin embargo, el pueblo fue capaz de darse cuenta de las pretensiones del rey, y consiguió liberar al Santo Padre y devolverlo a Roma. Bonifacio VIII moriría pocos días después en extrañas circunstancias, y llegó al poder de la Iglesia Benito XI, que quiso excomulgar a Nogaret por sus actuaciones contra su predecesor. Sin embargo, antes de que esta amenaza fuera cumplida, el nuevo papa también fallecería. Llámese casualidad.

En esta ocasión, Felipe IV se encargaría de que el nuevo papa no le ocasionara más problemas, y por ello se esforzó hasta conseguir que Clemente V, un hombre de personalidad débil, fuera nombrado Sumo Pontífice.

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