domingo, 2 de octubre de 2011

EL CLUB OLIMPO

No tardé mucho en llegar. El Club Olimpo estaba a rebosar esa noche. Como todas. Ya sabía de sobra lo que me iba a encontrar. La gente reía y charlaba sentada en las mesas redondas, en las que no cabían más de dos o tres personas. Eran conversaciones totalmente triviales, sin trasfondo, sin sentido. Todo parecía falso. Presuntuosidad, alcohol y humo. El humo del tabaco que flotaba en el ambiente, y que se convertía en la metáfora perfecta de la nube de irrealidad que era todo aquello. Cualquier cincuentón calvo y gordo podía ser un auténtico Adonis durante la noche entre esas paredes, cualquier insípido podía convertirse en el alma de la fiesta. Eso sí, si podía pagarlo. El Club Olimpo era una república independiente dentro de Tango City cuyo presidente era Breno en la que se hablaba el idioma del dinero, y a veces, muy pocas veces allí dentro, el de las balas. Siempre intentaba que todo eso no me afectara. Había aprendido que ese mundo no era compatible con el de ahí fuera, el mismo en el que me habían enseñado a sobrevivir. El mundo real. Sin embargo, todavía había algo que lograba captar mi atención cual lobo de mar hipnotizado por el canto de la sirena.

Al principio fueron las primeras notas tocadas con el piano, cuyo eco resonó en todo el salón. Luego, la voz, que comenzó a entrar por mis oídos de forma tan suave como el tacto del terciopelo. Lentamente, una palabra, una sílaba tras otra. Me daba el tiempo justo de saborear ese sonido antes de que, con la misma delicadeza, se fuera diluyendo en el resto de la atmósfera del salón. Poco a poco. De forma progresiva. Por un momento, casi pude experimentar la sensación de que mis pies se alzaban unos centímetros por encima del suelo, y que era capaz de dirigirme así, levitando, hacia el escenario, situado a la izquierda de donde me encontraba. Julia Lugano era la cantante estrella del club. Su figura comenzó a emerger del fondo. La nitidez del contorno luchaba por prevalecer sobre el resplandor de los dos focos que apuntaban al centro a la vez que avanzaba hacia el micrófono. En cuestión de segundos, unas curvas sinuosas, siempre embutidas en un vestido largo, que esa noche era de color rojo, quedaron, al fin, completamente definidas. La perfección de sus facciones se acentuaba aún más con la iluminación cenital, resaltando la prominencia de los pómulos. Los ojos, grandes y claros, pero entornados y ensombrecidos por las largas pestañas. El tabique nasal recto, los labios, bien perfilados, con las comisuras inclinadas levemente hacia abajo. El inferior era más ancho que el superior, y sin embargo, hasta desde lejos, ambos seguían dando la sensación de llegar a ser incluso esponjosos. Pero era su voz, su presencia en el escenario, desde el que parecía poder abarcarlo todo, lo que la hacía irresistible. Las conversaciones se veían interrumpidas, cesaba el ruido de las copas al brindar, el de las risas falsas… El tiempo se detenía cuando empezaba a cantar. De súbito, sacudí la cabeza. Debía serenarme. Yo había sucumbido una vez a sus encantos, pero eso se había acabado hacía mucho tiempo. Ahora tenía entre manos un asunto que requería presteza. Miré hacia el frente. Allí estaba la barra, oscura, vacía. El lugar de los fracasados y los borrachos. Yo no era ninguna de esas cosas, pero siempre elegía ese sitio. Lo prefería antes que sentarme en una de las mesas. Siempre tuve miedo de hacerlo y que el agujero negro de la fachada y la hipocresía me tragara. Era algo que tenía mucho poder, al igual que el de la atracción de Julia. Además, María, la camarera, era mucho más guapa.

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