jueves, 5 de enero de 2012

EL ENIGMA DEL FIN DE LOS TEMPLARIOS (V). EL ACTA DE CHINON

EL ACTA DE CHINON

A pesar de que en la orden de arresto de ese 13 de octubre de 1307 se exponía claramente que se contaba con la aprobación de Clemente V, esto no era ni mucho menos así. Sin embargo, el Santo Padre tardó cierto tiempo en actuar. Su cabeza debía ser un cúmulo de dudas e interrogantes a punto de estallar. Por un lado, no podía permitir que un rey ordenara la apertura de un proceso judicial contra los templarios, porque, como ya apuntábamos, carecía de potestad para ello, pero por otro, ¿cómo ir en contra de los intereses de la persona a la cual le debía su puesto? Tras meditarlo insistentemente, se decide a escribir a Felipe IV a finales de octubre mostrándole sus dudas, sobre todo porque parece que ha pasado por alto la autoridad de la Iglesia, pero también por utilizar la tortura durante los interrogatorios, algo con la que la misma no estaba de acuerdo en absoluto. Sin embargo, es necesario apuntar que estas palabras no reflejaban un tono recriminatorio por ninguna parte. Al contrario de ello, el papa volvía a demostrar su debilidad a lo largo de aquellas líneas, utilizando casi un estilo suplicante.

El rey, que conoce a la perfección cuál es la forma con la que manejar a Clemente V, es contundente en su respuesta: si no le apoyaba a él, lo hacía a los templarios, los cuales acababan de ser acusados de renegar de Cristo, entre otras cosas. Esto es, estaba defendiendo a un puñado de sucios herejes. ¿De verdad quería que el pueblo supiera esto? El papa reacciona redactando, ya el 22 de noviembre, la bula Pastorales praeeminentiae, en la cual ordena a los reyes cristianos, los cuales habían hecho caso omiso a la petición de Felipe IV de que hicieran lo mismo que él, el arresto de los templarios que quedaban fuera de Francia.

Sin embargo, los meses van pasando, y el papa, que se siente culpable y que aún cree en la inocencia de la Orden, decide actuar con más fuerza que nunca. En febrero de 1308 recurrió el proceso judicial ya en marcha desde el octubre anterior, y en julio se convierte en el juez del caso, relegando del cargo a Guillaume de Pâris.

Una vez como máximo responsable del proceso, ordenó, en agosto del mismo año, que los principales dirigentes templarios, Jacques de Molay, Hugues de Pérraud, preceptor en Francia de los Templarios; Geoffroy de Charney, el comendador de Normandía; Raymbaud de Caron, preceptor de sus encomiendas en Ultramar; y Geoffroy de Gonneville, preceptor de Aquitania y Poitou, fueran trasladados de la prisión de París a la de Poitiers, aunque en realidad se trataba de una tapadera, para poder interrogarlos a medio camino, en el castillo de Chinon, lejos de las miradas de Felipe IV y de sus lacayos, Nogaret y Pâris.

De todos modos, por miedo a ser descubierto, no se desplazó para hacer los interrogatorios él mismo, sino que envió en su lugar a su sobrino Berenguer Frédol, cardenal sacerdote del título de los Santos Nereo y Achilleo, al cardenal sacerdote de San Ciriaco in therminis Étienne de Suisy, y al cardenal diácono de San Angelo, Landolfo Bracacci. Como notarios apostólicos actuaron Robert de Condet, Humberto Vercellani y Nicolo Nicolai, entre otros.

Las actas de Chinon recogen, por tanto, estos interrogatorios, en los que se afirma que los acusados admitieron los cargos, pero que quedaban absueltos, “restaurando su unidad con la Iglesia y restableciéndoles en la comunión de los fieles y en los sacramentos de la Iglesia”. El 17 de agosto fueron puestos en libertad Caron y Charny, el 19 Pérraud y el 20 De Molay.

Pero mientras tanto, en París, Nogaret seguía con su trabajo sucio. En su última conversación con el papa, Felipe IV había abierto un posible frente para terminar de asegurarse su favor, esto es, atacar a su imagen pública. Si bien Clemente V había actuado redactando la citada bula Pastorales praeeminentiae contra los templarios a partir de las amenazas del rey de acusarlo como defensor de los herejes, éste sabía que el Santo Pontífice aún albergaba dudas, y ordenó a Nogaret que se dispusiese a cumplir la amenaza. El lacayo del rey comenzó a difundir ciertos escritos en los que se difamaba la figura del papa. Esto, añadido al hecho de que el rey congregó en Tours a los Estados Generales, que eran una especie de Parlamento del reino, convenciéndoles de que tenían que emprender acciones legales contra los Caballeros del Temple, fue demasiado para Clemente V. Ahora no sólo era el rey, sino también el pueblo, el que estaba empezando a echársele encima. El papa no tuvo otra opción que archivar para siempre los interrogatorios y las exculpaciones de las actas de Chinon, y aceptar de forma definitiva, esta vez sí, el hecho de tener que emprender un juicio legal, ya dirigido por las autoridades papales, como así debió ser desde un principio, contra los templarios. Todo ello aún albergando dudas acerca de su culpabilidad.

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